El sexo con amor de los casados

Lo hicimos anoche. Lo hicimos como casi todas las parejas. Esperamos a la hora de dormir. Por segunda vez en la semana. Mariana, esta vez, no esperó a que yo iniciara el juego. Como casi todas las esposas, se tendió de espaldas. Me pidió que me pusiera sobre ella. Es una señal inequívoca. Es el signo que mi cuerpo entiende antes que yo. Guardé bajo la almohada la novela de Auster que estaba leyendo. Mi pene se erigió sin que yo pensara en ello. A veces los cuerpos hacen el amor sin que sus dueños lo sepan. Anoche no fue una de esas veces. Mariana cambió los códigos. Dejó, como siempre, que mi erección rozara por fuera de la braga su recién nacida humedad. Como siempre, se aflojó entre mis manos que amordazaban los huesos de su pelvis. Be besó con la lengua. No es lo común, no durante los preliminares. Me acarició como a veces imagino que me acaricia. Se encendió. Sola. Sin que yo hiciera nada, más que dejar un miembro varado entre sus muslos. Me puso boca abajo. Me lamió, me encontró vulnerable y me volvió a lamer. Sus dedos encontraban tesoros enterrados en muchos años de vida marital. Después de dedicar su lengua larga y tenazmente al recreo de mis genitales, de frotarme y de morderme se colocó sobre las rodillas para dejarme ver su sexo desde atrás. No sé cuántas son las cosas que me gusta más mirar desde atrás. Son muchas. La vulva es la primera. Mariana se abrió con los dedos, y me dejó que la penetrara primero con la boca y después con el sexo. Ocurrieron tantas cosas. Terminó tantas veces. Me corrí, eso es raro, dentro de ella. Pensé que se lo merecía, y ella lo agradeció.

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